20.11.07

Comprando chayotes

Mercado al pie del acueducto romano
Montpellier, 2007

El sábado es día de mercado para los García-Gutiérrez. La idea es levantarnos temprano y, a pesar de que vivimos en Guachipelín, ir hasta la feria del agricultor de Pavas antes de que el sol caliente demasiado y de que los mejores productos vuelen. A mí ahora me gusta eso de ir a los mercados, pero no siempre fue así.

Recuerdo que de niño mi madre se empeñaba en que la acompañara al mercado Borbón, cuyo nombre entonces yo no relacionaba con ninguna realeza. Mientras mi padre se quedaba leyendo en el carro, ella se paseaba de tramo en tramo y yo, malhumorado y realmente asqueado del olor a verdura podrida que ahí se respiraba, la ayudaba a cargar unos bolsones de yute que se iban poniendo cada vez más pesados. Para colmo el hedor se impregnaba en ellos permanentemente, lo que constituía el mejor re-medio para que yo no me acercara a husmear por la cocina, que era el sitio donde mi madre los guardaba.

Luego me llegó la adolescencia rebelde y nunca más volví con ella a ningún mercado. Cuando finalmente dejé el nido parental para ir a hacer mis estudios en Francia, tuve que confrontar de nuevo la obligación de ir a hacer las compras, si es que no quería morir de inanición. Al principio, solo me abastecía en los supermercados estilo “Carrefour” u “Auchan”, donde todo viene herméticamente empacado y lo narcotizan a uno con una música de fondo adictiva. Pero cuando me casé y los apetitos se multiplicaron por tres mientras que los recursos no lo hacían en la misma proporción, tuve que volver a los mercados. En ellos los productos son definitivamente más baratos pero no de menor calidad. Contrariamente a lo que hubiera podido imaginar, fue entonces que comencé a tomarle el gusto al día de compras. Primero descubrí el colorido de toda aquella sinfonía vegetal dispuesta para el consumo y luego comenzaron a agradarme también lo que en el fondo eran sus aromas y no, como yo lo creía de niño, un olor a verdura fermentada. Poco a poco me fui volviendo diestro en cuestión de precios y mi ojo se fue aguzando lo suficiente como para poder juzgar de un vistazo certero de su calidad. Pero la que finalmente resultó ser para mí hasta hoy la mayor atracción de un mercado, es su gente. Muchas veces me paseo con la mirada puesta, no en la oferta de frutas y verduras, sino en las manos burdas de los vendedores y vendedoras o bien escudriñando sus rostros sencillos, así como el calidoscopio que componen los pasantes con sus múltiples apariencias. Creo que es en los mercados donde uno aprecia mejor a la gente en su fragilidad humana tan necesitada de alimento.

Tal vez contribuyó a esta evolución mía el hecho de que en Francia los mercados son realmente algo hermoso, surtido y concurrido. El mercado de la Bastilla era uno de mis preferidos. Ahí, además de una amplia oferta de vegetales, había varías pescaderías, queserías, panaderías y diferentes tramos con productos exclusivos de “provence”. Además, en él supe que un mercado podía incluso convertirse en un escenario artístico, cuando descubrí que era frecuentado por una mujer de fúnebres atuendos que cantaba viejas canciones francesas acompañándose de un organillo. Supongo que su heroína absoluta era Edith Piaf y de hecho su voz se le parecía. Pero también me gustaba el mercado de Belleville porque su colorido humano lo transportaba a uno de un brinco a África del Norte. Así, el francés afectado que uno podía escuchar en Bastille, daba súbitamente paso a un francés arabizado. Además, ahí los dátiles que tanto me gusta acompañar con un vaso de leche, eran pura miel y de calidad muy superior.

De regreso a Costa Rica y tal vez en parte por nostalgia, busqué las ferias del agricultor. La de Pavas es una de mis preferidas por su variedad y público. En ella he llegado a observar y hasta hablar con personajes bien interesantes: está el chancero de piel melancólica que fue zapatero y militante comunista en otra época; está la viejita vendedora de pupusas que no es salvadoreña sino rusa de Odessa y que parece sacada de una película de Einsestein; está también una rubia alta, huesuda y de mandíbula prominente -gringa, alemana o lo que sea- que se pasea como una giganta entre la muchedumbre con un sombrero de ala ancha que encuadra una mirada gris atrapada en una telaraña de patas de gallo; está la pastora evangélica que se desgalilla vanamente conminando a los jóvenes a dejar de escuchar rock metálico, seguramente por considerarlo satánico; está el abuelo tocado de un hermoso panamá que le saca melodías aproximativas a una marimba tembleque, mientras balancea su torso jorobado sobre unas piernillas flacas y abiertas como horquetas; está la madre desamparada que espera que alguien le ayude con una limosna para criar a su hijo paralítico y subnormal. Y cómo no mencionar al güachimán que no es otro que un muchachillo muy “pilas” que ha hecho grandes y visibles esfuerzos para salir de la drogadicción que lo consumía.

Lo único que detesto de ir a la feria es no tener “carrito”, porque inexplicablemente no hemos hecho por donde adquirir uno de esos bolsos con ruedas que sirven para halar las compras. El resultado de esa negligencia es que hay que estar yendo continuamente al auto a dejar lo que se vaya comprando, si es que uno no quiere terminar con los dedos seccionados por el peso de lo adquirido. La última vez no aguanté y una bolsa se me cayó justo antes de poder abrir la puerta. Las mandarinas rodaron por debajo del carro y en dos segundos, sin que yo se lo pidiera, tuve al güachimán semiacostado en el piso recogiéndolas.

Aún con todo lo que me gustan las ferias del agricultor, en esas condiciones siempre me resulta un alivio terminar las compras, y para premiar el esfuerzo de haber cargado pesados bolsones, invariablemente me bebo una pipa bien fría. En esas estaba el sábado antepasado cuando a un vendedor se le escapó un billete de lotería que fue a dar justo a mis pies por acción de una brisa prematuramente navideña. Yo me incliné para recogerlo y devolvérselo, pero pudo más la superstición y terminé comprándolo convencido de que la fortuna me estaba sonriendo de aquel modo zalamero y que no podía hacerle una trastada que jamás me perdonaría. Inútil explicar que no me gané un cinco, pero no que hoy tengo la maliciosa sospecha de que se trata de una probada técnica de venta utilizada por el vendedor de lotería. Aún así jugaré ese mismo numerito en el sorteo de navidad... Por si las moscas.

Pero de los mercados donde he tenido la oportunidad de abastecerme, mi favorito es el de Quepos, incluso aún más que el de Montpellier con todo y su maravilloso acueducto romano (ver foto arriba). Y es que aquel tiene la particularidad de tener lugar sobre el dique que separa a la ciudad del mar y es un deleite hacer las compras acariciado por la brisa marina. El ambiente es muy “cool” y a pesar del eventual calor que puede desatarse en cualquier momento lo mismo que un tsunami, es realmente placentero comprar chayotes arrullado por el continuo y apacible rodar de las olas. Al menos ahí, el tomarse una pipa fría al finalizar las compras, va mejor con el decorado.