1.6.09

El último lienzo

En su cerebro las ideas se precipitaban efervescentes y la perspectiva de traducirlas en trazos y volúmenes coloridos lo excitaba fuertemente. Desde hacía mucho tiempo no sentía palpitar con tal intensidad esa energía creativa que lo había convertido en uno de los pintores más cotizados de la región. Sin duda, ese era un buen día, las musas le sonreían y nada lo predisponía a la muerte y mucho menos a la macabra ironía a la que ésta daría lugar.

Sin perder más tiempo, saltó de la cama propulsado por un movimiento atlético en desfase con su edad, orinó en el lavabo (enojosa costumbre que le había costado un matrimonio), se puso un viejo jeans manchado de pintura y fue a la cocina a recalentar el café del día anterior. Luego colocó una rebanada de pan con mantequilla en la tostadora y miró la hora. Eran las 7:30. Un minuto más tarde el aparato expulsó un rectángulo crujiente en medio de una nubecilla de humo y el café comenzaba a hervir en la olla. Lo reenfrió ligeramente mezclándolo con un poco de leche y se lo bebió casi de un sorbo. Después tomó la tostada con sus dedos callosos y salió por la puerta trasera. Ésta daba a un gran patio en cuyo fondo, disimulado entre los árboles, él había hecho construir en madera un hermoso taller de artista. Mordisqueando el pan caminó descalzo sobre la hierba aún perlada por el rocío matinal y se detuvo unos segundos a contemplar el sol ondular entre las ramas de un enorme higuerón y a escuchar la cacofonía del canto de las aves y las chicharras. Era un día de verano más.

Entró al taller dejando una leve huella de humedad sobre las baldosas de tierra cocida. Casi inmediatamente percibió el olor de la terebentina que servía para diluir la pasta de óleo y buscó con la mirada el paquete de cigarrillos que había dejado ahí la víspera. Reclinadas a los muros se acumulaban algunas de sus obras más recientes, todas abstractas y sin firma. Sobre la mesa de trabajo había bocales repletos de finos pinceles de mirto de diversas tallas, espátulas, rasquetas y una paleta manchada con pigmentos resecos. Debajo de ésta encontró los cigarrillos. Encendió uno y luego puso en marcha una vieja radiograbadora abigarrada de trazas de pintura. Al instante un solo de violín resonó en el lugar con acentos tristes y misteriosos. Por unos segundos pensó en sintonizar algún noticiero, pero finalmente se decidió por la música aumentando su volumen.

Con el cigarrillo colgando de sus labios rebuscó en un rincón del taller y regresó con un lienzo de gran formato que colocó sobre el caballete abierto en mitad de la pieza. De la mesa de trabajo tomó una botella de vidrio y vació un hilo de terebentina dentro de un pequeño recipiente que fijó a la paleta por medio de una prensa especial. Luego escogió varios pinceles y los guardó en su mano. Esos gestos los había repetido cientos de veces pero hoy su corazón latía agitado, como si fuese la primera vez. Al sentarse frente a la tela vacía, no pudo contener una lágrima que le empañó la mirada sin saber por qué. Fue entonces que cerró los párpados, inhaló una gran bocanada de humo y se concentró en la melodía. Poco a poco comenzó a visualizarla, a traducirla en formas y ritmos coloridos que giraban con intensidad y armonía como en un calidoscopio. Justo cuando se disponía a abrir sus ojos para atacar la tela, oyó a sus espaldas una voz rugosa que dijo: “no nos gusta lo que pintás maricón” y amarrada a la última palabra, como formando parte de esa terrible frase, una detonación seca.

La trayectoria de la bala fue tal que le entró por detrás del cráneo, le salió por un ojo, atravesó el lienzo y se perdió en el fondo del taller. En su caída, el cuerpo del artista arrastró la mesa de trabajo y con ella los recipientes de cristal, que se reventaron contra el piso provocando un estruendo hiriente. La terebentina se inflamó instantáneamente al entrar en contacto con el cigarrillo que saltó de su boca crispada por el dolor y la incomprensión. Las llamas se propagaron con rapidez y el taller ardió como una inmensa hoguera, donde el crepitar de las maderas se confundió por un rato con las armonías melancólicas del violín.


Cuando llegaron los bomberos todo era cenizas. Todo salvo la tela que estaba sobre el caballete. Milagrosamente ésta se conservó, aunque algo chamuscada, con su hoyo de bala y sus proyecciones de sangre mezclada con sesos. La policía la recuperó y la depositó en las bodegas de la brigada criminal a la espera de una investigación. Pero el día en que un inspector quiso estudiarla no la encontró. Nunca supo cómo o quién la había sustraído, ni tampoco que había sido vendida a un macabro coleccionista… A precio insuperable.

Paris, 11-2-95

Eugenio Garcia © 2009