9.6.06

La caminante de Montmartre

Abrazo en la niebla (Eugenio García © 2006)

Cierta tarde de una fecha de la cual no tengo ya el recuerdo, llovía sobre Paris. Desde mi ventana en el sexto piso del N° 15 de la Rue de Cloÿs la precipitación semejaba un velo grisáceo cayendo vertical sobre los tejados de las buhardillas. Hacia el norte, donde comienza la llanura de Saint Denis, el fastuoso y vanguardista Stade De France era apenas una silueta espectral. Si miraba directamente hacia abajo, en dirección del café esquinero ubicado frente a mi edificio, podía ver la lona verde que servía de techo a la terraza completamente esponjada de agua.

Quien no haya tenido la dicha o la desgracia de ver llover sobre Paris difícilmente comprenderá el fuerte sentimiento de melancolía que tal escena puede provocar. Quizás solo el poeta Cesar Vallejo la pudo retratar indirectamente cuando escribió su célebre verso: “Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”.

Esa certeza tranquila no era la mía aquel día en el que todo significaba, por el contrario, incerteza, desasosiego puro. Algunos problemas personales que no merecen ser mencionados eran la causa de aquel marasmo y yo me debatía conmigo mismo sin poder encontrarles solución. Realmente me sentía atrapado y no solo no encontraba la respuesta sino que no le encontraba sentido a nada y mucho menos a la vida.

De pronto, cansado de darme contra las paredes exiguas de mi estudio y posiblemente como un reflejo de sobrevivencia espiritual me lancé a la calle, caminando bajo la lluvia hacia donde mis pasos quisieran llevarme. En razón del fenómeno lluvioso las aceras estaban desiertas, aunque era curioso porque realmente no había siquiera un alma con paraguas y tampoco se veían automóviles circulando.

Comencé a subir hacia las alturas de Montmartre a partir de la Rue de la Fontaine du But buscando alcanzar la parte trasera de la Basílica del Sacré Coeur a través de tortuosas callecitas bordeadas de balcones y enredaderas. No llevaba mucho recorrido cuando la lluvia cesó de pronto y el sol se asomó a través de una fisura en el cielo plomizo. Su luz se derramó como una claridad lechosa sobre el pequeño viñedo de Montmartre, el único que aún queda en la capital y de cuyas uvas heroicas todavía se produce vino.

Seguí ascendiendo, marchando sin prisa sobre los adoquines relucientes de agua y sol que semejaban espejitos de piedra de los cuales escapaban tenues filamentos opalinos producto de la evaporación de la humedad. Cuando llegué a espaldas de la Basílica noté que tampoco había gente en las calles aledañas, lo cual era sorprendente porque normalmente están repletas de turistas de todas las nacionalidades. Instintivamente me dirigí hacia la explanada frontal donde termina la imponente y elevada escalinata que comienza cerca del carrusel de la Place Saint Pierre. Mientras pasaba al lado de la iglesia miré su cúpula así como sus altas torres blancas y me parecieron gigantescos velámenes henchidos por la luz solar que de forma tan imprevista había comenzado a brillar.

Es sabido que desde la explanada del Sacré Coeur se tiene la mejor vista panorámica sobre la ciudad. Sin embargo, al llegar ahí, yo no lograba apreciar la magnificencia del espectáculo por estar todavía sumido en mis propias brumas negras. Casi automáticamente me acerqué a la balaustrada contigua a la escalinata y justo en ese momento observé que una anciana sencilla y pulcra venía subiendo a paso muy lento. Le faltarían unos cinco escalones cuando se detuvo exhausta y al mirar hacia arriba sus ojos vidriosos e inmemoriales se encontraron con los míos. Inmediatamente me tendió su mano en silencio como pidiendo ayuda. Tras breves instantes yo me acerqué y le brindé la mía para que pudiera alcanzar la explanada. Al subir el último peldaño me dijo “Merci Monsieur” con una voz resquebrajada por el tiempo y prosiguió despacio hacia la iglesia. Mientras la miraba alejarse pensé en la extraña coincidencia que significaba haber estado ahí justo en el momento preciso para ayudarla. Yo y no otra persona lo había hecho, porque a esa hora y en ese lugar, normalmente tan concurrido, sencillamente no había nadie más. Esa experiencia justificó mi existencia aquella tarde y me sentí sumamente dichoso por ello. Me di cuenta de que más bien era yo quien debía agradecerle a la viejita caminante y no ella a mí. Y también me sentí agradecido hacia mis problemas por haberme sacado de mi estudio, y con la lluvia por alejar a los turistas y con éstos por ser tan obedientes. Incluso me sentí agradecido con la escalinata de Montmartre por ser tan empinada. Sospeché en ese momento que todo estaba concatenado y que tenía un misterioso sentido. Con razón o sin ella, lo cierto es que desde entonces no he vuelto a perderle el gusto a la vida. Miré hacia Paris y al instante la belleza sublime de los rayos solares filtrándose a través de una espesa maraña de nubarrones y cayendo oblicuos sobre la ciudad-luz me cortó el aliento.

Foto y texto: Eugenio Garcia © 2006