11.10.09

Un prólogo

Por una historia que comenzó con un post que publiqué hace años en "Cosas de Jota", resulta que los editores de la colección "Tinta en serie", en especial Rodrigo Soto, me ofrecieron el inmenso honor de prologar un inédito de Carmen Lyra.

Hoy Áncora da cuenta de la publicación por medio de un artículo de Rodrigo y además, me han ofrecido un pequeño espacio para expresarme libremente. A todos se les agradece. A continuación el prólogo del libro que saldrá próximamente.

PRÓLOGO

Hay cosas que pasan;
Que pasan del todo
para volver a ser!
Carlos Luis Sáenz
[1]

Había una vez, en el muy pueblerino San José de hace unos noventa años, un señor que a pesar de su carácter modesto y reservado, fue conocido y admirado por muchos. Sabían de él en Desamparados y en Madrid, en Aserrí y en Buenos Aires, también se le respetaba y se le quería en Bogotá, en Lima, en Santiago, en México y hasta en Paris. Este señor tenía muchos amigos por el mundo en una época en que Facebook no podía ni siquiera ser imaginado por los más esforzados émulos de Julio Verne. Pero el nombre de aquel señor tan conocido sí lo podrán adivinar algunos de ustedes, porque dichosamente ha quedado grabado en muchas memorias y las señas que he dado podrían resultarles familiares: Le decían don Joaco, o también Jota, pero su nombre completo era Joaquín García Monge.

Él fue muy famoso como educador, literato y editor, pero sobre todo por ser el artífice quijotesco y magnífico de una revista que en su tiempo fue de lo mejor que se publicó en Latinoamérica: El Repertorio Americano. Este nombre hoy es mítico e incluso me atrevería a asegurar que no ha conseguido ser superado en reconocimiento ni en trayectoria por ninguna otra publicación regular salida de las imprentas costarricenses. Y es que durante cuarenta años, El Repertorio recogió y divulgó los mejores aportes del pensamiento hispanoamericano en los campos de las artes y las letras, la educación, la filosofía y las ciencias. Su vocación fue a la vez iluminista e hispanista y eso convirtió a la revista en bastión de grandes causas y tribuna para excelsas plumas, lo que naturalmente generó también, con alguna frecuencia, acerbas polémicas.

El estatus de don Joaquín como intelectual de enorme cultura, su carácter afable y generoso y la importancia de sus publicaciones, hicieron que mucha gente se le acercara, especialmente artistas y jóvenes escritores. Éstos a menudo le llevaron textos con el propósito de que él les diera su opinión, o bien con la esperanza de que fueran acogidos en alguna de sus colecciones editoriales o acaso en las páginas del Repertorio. Probablemente fue de ese modo que llegaron a manos de don Joaquín, cuatro cuadernillos conteniendo el manuscrito de una obrita teatral de quien fuera ante todo una gran amiga para él: María Luisa Carvajal, mejor conocida como Carmen Lyra. Esta destacada mujer no requiere ninguna presentación, ya que es muy recordada como educadora, articulista de “ironía lacerante”
[2], narradora magistral ‑particularmente consagrada a la literatura infantil- y como infatigable luchadora social en múltiples frentes. Tanto es así, que en 1976 fue declarada Benemérita de la Patria y recientemente fue reconocida como una de las cien personalidades latinoamericanas más influyentes de la historia[3]. También existe un Premio Carmen Lyra de novela juvenil otorgado por la Editorial Costa Rica; una biblioteca infantil y dos escuelas llevan su nombre; e incluso pronto veremos su efigie en los nuevos billetes de cincuenta mil colones (¡los más caros!)[4].

Pero el manuscrito al que nos referimos sí exige una introducción, porque se trata de una obra dramática que hasta donde sabemos no solo quedó inédita, sino que durante muchos años también se consideró perdida. Carmen Lyra la tituló “Había una vez…”, y si bien no tiene una fecha cierta de escritura, es muy probable que haya sido concluida, tal como veremos adelante, en 1919. Por lo demás, se trata de una obra en tres actos y fue definida por su autora como “comedia tica”. Partiendo del título y de lo mucho que se hablado de Carmen Lyra en tanto que autora de literatura infantil, alguno podría pensar que es una pieza dedicada a ese segmento del público, pero yo diría que probablemente sea mejor comprendida por personas de más edad: de pre-adolescentes en adelante. Sin embargo, desde un punto de vista literario no diré más, ni entraré a analizar sus méritos o características, porque no soy especialista en literatura, ni tampoco en teatro. Esa es una labor que le corresponde, idóneamente, a verdaderos estudiosos de esas temáticas.

Si se preguntan por qué entonces me ha correspondido el honor de prologar un libro que da a conocer la obra inédita de una gran autora nacional, debo decir que fue, en primer término, por pura suerte. Un capricho del destino dispuso que fuera yo nieto de don Joaquín y que de paso me interesara por sus cosas, al punto que desde hace algunos años he ido nutriendo un blog o bitácora dedicado a su figura, que precisamente he bautizado “Cosas de Jota”. Ahí he publicado anécdotas, fotografías, cartas y textos poco conocidos pertenecientes al archivo de mi abuelo o alusivos a su obra. Así mismo, también he llegado a hacer alguna labor que, estirando mucho el concepto, podría catalogarse de “investigación histórica”, pero que en el fondo no tiene más pretensión que la de ser un hobby que me permite bucear en el pasado a través del archivo, en busca de datos curiosos o piezas interesantes. Esas inmersiones, más que suscitar respuestas a alguna inquietud personal, despiertan en mí interrogantes que dan pie a elucubraciones diversas que luego resumo y reporto en mi bitácora.

El archivo al que hice referencia líneas atrás, fue el que organizó mi padre en vida con la disciplina, el cuidado y la paciencia que lo caracterizaron siempre. Prácticamente todos los documentos que pertenecieron a mi abuelo y que han resistido la ruina de los años, quedaron clasificados en carpetas gracias a la diligente labor de mi progenitor, don Eugenio García Carrillo. Fue revisando una de ellas, que tuve la dicha de dar con los cuatro cuadernillos escolares que componen el manuscrito de “Había una vez…”. Aunque su color añil original había palidecido con el tiempo y algún comején los había horadado de lado a lado, su estado general era muy bueno, permitiendo una lectura integral a quien quisiera descifrar la rápida cursiva de la autora. En sí, mi hallazgo no tiene más mérito que el que me acredita como persona curiosa, pero fue un hecho relevante que quise
reportar al público en mi blog hace unos tres años, con la explícita esperanza de que “Ojalá alguien se interesara en publicar la obrita y en hacer un montaje teatral”. Sin embargo, debo reconocer que ese anuncio fue poco adecuado y azaroso dada la importancia del redescubrimiento[5] en comparación con la insignificancia de mi blog en términos de frecuentación. Fue una acción similar a la de lanzar una botella al mar con un importante mensaje, cuando lo que correspondía era una iniciativa mucho más enérgica, algo así como un echarse a nado en aguas mediáticas, académicas e institucionales con el fin de difundir mejor aquel mensaje.

Para dicha nuestra y de las letras nacionales, “la botella” no se hundió y éste año fue rescatada por el escritor y cineasta Rodrigo Soto, quien está asociado al proyecto editorial de Si Productores, denominado Tinta en Serie y dedicado a la publicación de textos de género dramático. Fue él quien tuvo la sensibilidad y la disposición necesarias para responder a mi llamado. Con el presente libro mi deseo queda parcialmente satisfecho, ahora solo resta que alguien se proponga insuflarle vida en las tablas, cosa que seguramente no tardará en ocurrir gracias a esta publicación. En todo caso, esa es la firme esperanza que deposito en ella. El empeño de los editores y de Rodrigo Soto en particular para hacerla realidad, así como su gentil ofrecimiento para que fuera yo quien prologara este libro, me colocan en deuda hacia ellos, razón por la cual aprovecho también este espacio para hacer patente mi gratitud.

Lo que para mí sigue siendo un absoluto misterio es, por un lado el o los motivos que hicieron que don Joaquín no publicara la obra y, por otro, las razones que llevaron a mi padre a no promoverla, como sí lo hizo con otros documentos del archivo. ¿Falta de tiempo? ¿De interés? ¿De recursos? ¿Problemas de derechos de autor? No lo sé con certeza, en todo caso, creo que ganas no le faltaron porque suficientes indicios apuntan en esa dirección. Así por ejemplo, fue él quien asumió la engorrosa tarea de transcribir a máquina el manuscrito original y quien también llegó a redactar un articulito donde explicaba su descubrimiento. Pero suponemos que este texto tampoco vio la luz por alguna razón, ya que hasta ahora no hemos encontrado ningún recorte de prensa o ejemplar publicado, sino únicamente un borrador que él tituló así: “El cuento-comedia de Carmen Lira perdido y hallado”. Por ser esclarecedor en cuanto a otros aspectos relacionados con ésta obra, así como con respecto a la relación de amistad que unían a don Joaquín con Carmen Lyra y también como modesto homenaje al trabajo de mi padre, me tomo la libertad de reproducir aquí dicho artículo, como ya antes lo había hecho en mi blog:

El cuento-comedia de Carmen Lira perdido y hallado

“En Santiago de Chile, a principios de siglo, parece que don Joaquín García Monge vivía en una modesta Pensión de la calle Carmen. El tranvía 7 recorría las calles Recoleta-Carmen-Lira, y cuando doña María Isabel Carvajal pensó usar seudónimo para sus famosos “Cuentos de mi Tía Panchita” editados por la primera vez en 1920 en las ediciones de García Monge, éste le aconsejó el de Carmen Lira, recordando sus días santiaguinos, pero María Isabel tenía una clave para los nombres y dedujo que Lira debía escribirse con “y” pues 'del otro modo resulta un nombre con mala suerte'.

En el libro que don Carlos Luis Sáenz y doña Luisa González escribieron sobre la cuentista, se afirma lo siguiente:

'Uno de los mejores resultados de la cátedra de Literatura Infantil que desempeñó en la Escuela Normal de Costa Rica fueron sus obras de teatro para niños… Carmen Lira fue la introductora y la creadora, en nuestro país, del teatro destinado al público infantil… completan su obra teatral dos obritas… (que se han perdido): “La Niña Sol” y “Había una Vez…'


Posiblemente en los tiempos de la Escuela Normal, la señora Carvajal le dio a García Monge 4 cuadernillos escritos de su puño y letra, con muchas correcciones, con el texto original de “Había una Vez”… García Monge anunció su próxima entrega a la vez que publicaba los “Cuentos de mi Tía Panchita”. El hallazgo del original de éste cuento-comedia entre los papeles de García Monge permite enmendar lo afirmado en el libro citado. Por alguna razón quedó inédito.

El tema de la obrita es sencillo pero al mismo tiempo atractivo. Es como la introducción a un cuento; en substitución de él se relata el suceso en que intervienen los personajes de la comedia. La acción pasa en dos escenarios, el de la casa pobre en que se vive feliz y el de la casa rica con sus obligaciones triviales. Hay pues dos vertientes de que se sirve la autora para poner sobre el tapete un tema social. Queda así aclarado las variantes del seudónimo de la señora Carvajal y en dónde se halla el cuento-comedia perdido, o supuesto tal”.


Para mí, éste texto bastaría para prologar la presente publicación de forma concisa y por ello, ahora que lo he reproducido, no quisiera extenderme más de lo debido. Únicamente haré dos acotaciones con respecto a lo que ahí se explica. Primeramente, me parece justo subrayar el papel de don Joaquín en el afianzamiento de Carmen Lyra como autora. Varias de las narraciones que componen “Los Cuentos de mi tía Panchita” aparecieron inicialmente en 1918 en la revista “Lecturas
[6] de Leonardo Montalván, pero fue don Joaquín quien las recogió en un solo volumen. Éste fue publicado por primera vez a comienzos de 1920 en su colección Ediciones de autores costarricenses[7] y luego nuevamente en 1922 en la colección El convivio de los niños, dándole así un significativo empuje a la carrera literaria de Carmen Lyra. La mención que hace mi padre del anuncio que hizo don Joaquín sobre la próxima entrega de “Había una vez…”, está referida al tomito de 1920. Al dorso de su portada aparece un corto listado de libros por venir y algún lapsus hizo escribir a don Joaquín: “Carmen Lira: Erase una vez…”. Lo que tal vez mi progenitor no vio, es que hubo un aviso previo aún más elocuente, el cual permite afirmar con mayor exactitud que esa obra no es posterior a 1919. Dicho aviso lo encontramos en el Repertorio del 15 de diciembre de ese año, en un pequeño aparte titulado “Ya en prensa”. Dice así: “Dos obritas de autores costarricenses ya están en prensa: ‘Había una vez’…, de Carmen Lira y ‘En el taller de Platero’ de Rómulo Tovar. Es la ofrenda de navidad de los dos distinguidos escritores a sus muchos lectores y amigos. Serán editados por los señores García Monge y Cía. Punto de venta: Librería Tormo”. Para el 15 de setiembre de 1920, el Repertorio anuncia por primera vez la venta de libros de la colección “Ediciones de Autores Centroamericanos”. Ahí se incluye el libro de Tovar (con fecha de 1919), pero el único de Carmen Lyra que figura en lista es el de “Los Cuentos de mi tía Panchita”. A partir de ese momento desaparecen completamente todas las referencias a una próxima publicación de “Había un vez…”, con lo cual la “ofrenda de navidad” de Carmen Lyra quedó desde entonces en el limbo. Quizás hubo algún problema financiero o técnico que impidió continuar con el proyecto; o bien puede ser, que dado el éxito inmediato de “Los Cuentos de mi tía Panchita”, don Joaquín prefiriera privilegiar a otros autores; o tal vez, que la misma Carmen Lyra le haya pedido posponer in extremis la impresión de “Había un vez…”, para poder manejar de forma más estratégica, todo lo relacionado con su exitoso libro. Pero sea lo que haya sido, mi única certeza es la de no conocer, hasta hoy, la razón o razones del abandono de la publicación.

El segundo punto que quiero acotar es quizás más anecdótico, pero no desprovisto de encanto “lýrico”. Es el que se refiere al uso de la “i” por parte de Carmen Lyra. Así como ella le expresó a don Joaquín su deseo de que Lira se escribiera con “y”
[8], porque del otro modo le traería “mala suerte”, seguramente ‑y esto es pura especulación mía- el escribir esa letra donde normalmente correspondería, también sería causal de infortunio. Así, el manuscrito presenta la extraña característica de que la mayor parte de las “y” (en su función de conjunción copulativa) fueron moldeadas como “i”. Sin embargo la autora, al firmar la obra, extrañamente no respetó la norma que se había fijado para escribir su propio seudónimo y firmó como “Carmen Lira[9]. Puesto que en esta primera edición se optó por normalizar el texto para efectos de facilitar su lectura y de respetar las convenciones gramaticales, las “y” volvieron a su lugar tal como lo exige la regla. Crucemos entonces los dedos “i” esperemos que no caiga ninguna mala sombra sobre esta publicación, que sin lugar a dudas representa una interesante contribución a la historia de la literatura nacional.

Y “colorín colorado”… Este cuento apenas comienza. Que sean ahora los especialistas quienes hagan la exégesis de la obra y la comenten… Que sean los teatreros quienes la monten… Que sean los críticos quienes la califiquen. Pero sobre todo, que sea usted, estimado lector o lectora, y quizás también sus hijos, los primeros llamados a disfrutar de ella, porque en su trama sencilla hay mucha ternura, sabiduría e incluso poesía, pero también una justa crítica a situaciones sociales que en el fondo son aún factibles.

Eugenio García Chinchilla
San José, 2 de setiembre del 2009

http://www.cosasdejota.blogspot.com/

[1] Versos iniciales del poema: “A Carmen Lira”, con motivo de la publicación de “Los Cuentos de mi tía Panchita”. Repertorio Americano (Rep.Ame.). 15 de abril de 1920.

[2] Según escribió Luisa Gonzales, citada por Eduardo Muñoz en su artículo “Carmen Lyra sigue siendo un tabú”. Semanario Universidad (de Costa Rica), edición del 2 al 8 de setiembre del 2009.

[3] De acuerdo a la organización multilateral “Capital Americana de la Cultura” (http://www.cac-acc.org/). El otro costarricense presente en esa lista es José Figueres Ferrer. Ello es quizás una aleccionadora ironía del destino, porque ambos personajes militaron en bandos opuestos en la guerra del 48, cuyo desenlace llevó a Carmen Lyra a un doloroso exilio en México del que únicamente volvió en ataúd.

[4] Teniendo en cuenta la inclaudicable trayectoria revolucionaria y anticapitalista de Carmen Lyra, seguramente esta nueva forma de reconocimiento o de desagravio que le brinda ahora la patria, no hubiera sido para nada de su gusto. O quizás ella habría dicho con humor que hubiera preferido aparecer en los de mil, de acceso relativamente más frecuente para niños y personas humildes.

[5] Lo defino así porque evidentemente fue mi padre quien primero encontró la obra.

[6] Según lo refiere Carlos Perez Treasy en Rep. Ame. 16 de enero de 1922. También la Dra. Margarita Rojas Gonzales ha hecho un interesante estudio donde menciona esa revista: “Las aventuras de tío conejo en libros y revistas costarricenses de la primera mitad del siglo XX”. (Se encuentra en internet). Ahí ella escribe: “No obstante, cuando tío Conejo debuta en la revista Lecturas ya estaba grande, pues su nacimiento es todavía anterior: cinco años antes, en San Selerín, la revista infantil dirigida por Carmen Lyra y Lilia González”. Vale la pena leer este estudio para darse una idea muy precisa sobre esos temas.

[7] Un poco más tarde, ese mismo año de 1920, la colección cambió de nombre y fue conocida como “Ediciones de autores centroamericanos”.

[8] La fuente de esa historia referida por mi padre es una nota que Carmen Lyra le envió a don Joaquín, presumiblemente en 1925. Tal vez para 1919, Carmen Lyra aún no había formulado la “deducción” sobre la ortografía de su seudónimo. En junio del 2006 reproduje en “Cosas de Jota” la imagen de aquella nota.

[9] Ello resulta curioso por partida doble, ya que Carmen Lyra tampoco estampó su rúbrica al final del texto, como es lo usual, sino al inicio del tercer acto (que justamente inaugura el cuarto cuaderno). ¿Respondería esto alguna otra forma de superstición?
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Por cierto, poniéndole los links a esta versión de internet de este prólogo me encontré una réplica al artículo citado en la nota 2. Vale la pena conocerla.

4.9.09

Detrás del lente

El siguiente es el texto que preparé como presentación para mi actual exposición de fotografía "Cuadrante Sur".

Detrás del lente

En unas fotos en blanco y negro que datan de hace medio siglo y que aún conserva mi madre, se ve la humilde casa de madera que ella habitó en Barrio Bolívar durante tres años. Esas imágenes que hablan de la historia de mi familia en un tiempo anterior a mi propio nacimiento, siempre han tenido un fuerte poder evocador para mí. Puede ser que esa sea también la razón por la cual desde pequeño me llamaron la atención los barrios del sur de la capital, especialmente aquellos ubicados un poco hacia el suroeste: Barrio Bolívar, Barrio Los Ángeles, Almendares, Barrio Cuba y Cristo Rey (antiguamente Barrio Keith).

Ésta muestra fotográfica, bautizada “Cuadrante Sur”, pertenece a una colección más amplia de fotografías de esas barriadas que comencé a tomar aproximadamente hace un año y que aún hoy sigue creciendo, por lo que la escogencia del material no me fue fácil. A través de ellas he pretendido capturar momentos de la vida cotidiana de estos barrios, a veces con mirada irónica o crítica y otras ‑las más espero- con ternura y cierta poesía. Muchas de las fotos son retratos de entrañables personajes que fui encontrando y conociendo en mis paseos por esas calles. Otras son simplemente imágenes de detalles diversos que captaron mi interés, ya sea porque describen de algún modo la que fue o sigue siendo la historia de esos lugares, o bien porque me resultaban atrayentes por razones estrictamente fotográficas: una composición a mi juicio interesante, un juego de luces particular, una relación de colores inesperada.

La crónica de malos sucesos y los prejuicios, muchas veces nos han llevado a ver con aprehensión estos modestos barrios que se cuentan entre los más antiguos de San José. Sin embargo, ellos tienen una vida social pletórica de comunicación, tolerancia, solidaridad y calidez humana, a menudo ausente de otros lugares y de la cual habría mucho que aprender. Obviamente esto no niega que haya también ahí evidentes y alarmantes muestras de descomposición social, pero ello no debería llevarnos a desarrollar miedo, o peor aún, indiferencia, sino todo lo contrario: debería motivarnos a tender una mano amiga del modo que esté a nuestro alcance.

En cuanto a su fondo y forma, esta muestra fotográfica no pretende ser un estudio sociológico; no aspira a ser un ensayo fotográfico con inicio, desarrollo y final (aunque naturalmente incluye algunos temas secuenciados); ni está pensado con los códigos del foto reportaje; y tampoco busca expresarse a través impostaciones artísticas de orden conceptual. Creo que mis fotos retratan tanto lo que capto con mi cámara como mi propia forma de entender la fotografía, es decir, como la construcción de una imagen que aspira a sustentarse por sí misma, sin recurrir al andamiaje intelectual sobre el que suelen apoyarse cierto tipo de propuestas contemporáneas.

Desde un punto de vista técnico, he tratado de evitar al máximo la sofisticación y el artificio tan omnipresentes en la fotografía digital. Puede ser que ciertos procedimientos efectistas se presten bien para propósitos comerciales o de impacto artístico, pero me parecen desplazados para un tipo de fotografía más orientado a lo documental como en este caso. Por todo ello he querido limitarme a las fronteras de un mundo fotográfico tan sencillo como humano, tan cotidiano como atrayente, y finalmente colorido pero no folclórico. Tengo la esperanza de que al igual que aquellas fotos familiares que mencioné antes me llevaron a interesarme por estos lugares y a desarrollar mi cariño hacia ellos, las que ahora presento lleven al espectador a algo semejante, o que al menos contribuyan a un mejor conocimiento de la realidad que retratan.

Solo me resta expresar mi público agradecimiento a todas aquellas personas que he podido fotografiar en mis andanzas. Igualmente deseo agradecer en particular a
Carlos Vargas y a Ecole Experience por su generosidad al haberme ofrecido los muros de su local para exhibir mi trabajo y brindar apoyo logístico; a Inés Gutiérrez por su ayuda incondicional y por las facilidades ofrecidas para enmarcar las fotos de forma simple y económica pero elegante; a la poetisa Silvia Piranesi por su constancia en el seguimiento de mi obra, lo que indudablemente ha sido muy motivador para mí. Es por esa razón que también le he pedido un texto corto inspirado en el material de esta exposición y ella ha respondido con una pieza literaria que me ha gustado muchísimo. Así mismo, deseo agradecer a Dimacolor por su gran ayuda con las impresiones fotográficas y felicitarlos por el excelente resultado. Pero sobre todo deseo agradecerle, a usted visitante, por su interés, ya que sin su presencia aquí mi esfuerzo sería inútil y carente de sentido. Espero que la exposición sea de su agrado y queda invitado o invitada a dejar sus impresiones por escrito en la bitácora. Esa retroalimentación me será de mucha ayuda para evaluar mi propio trabajo y eventualmente para mejorarlo en todos aquellos aspectos que estén a mi alcance, según sus observaciones y comentarios.

Por lo demás, también queda cordialmente invitado a visitar mi fotoblog (
http://www.tintaluz.blogspot.com/) donde se pueden apreciar otros trabajos fotográficos de mi autoría y donde también podrá, si así lo desea, consignar sus apreciaciones.

Eugenio García
San José, 2009

Actualización al 16 de setiembre: Como complemento del texto anterior, incluyo ahora el que con tanto acierto y tan gentilmente preparó Silvia (con su autorización).

Cuadrante Sur

Las cosas cambian de color cuando las vemos. Pasar por el barrio y detenerse, cambia el color de las cosas. La mañana comienza sola, calurosa. El sol tiene color de cielo al descubierto y las estructuras verticales tienen el color de lo que decimos. Las ventanas reposan balanceadas, oscuras y rotundas. También se balancea la estructura ósea de la creencia, la fe vivida. Busco siempre tu interpretación del retrato, los detalles del agua que se nos esconden detrás de la calle, abrir o cerrar los ojos, la vertiente histórica de un pedazo de tierra. Hay niños toros, sanguíneos, nada mudos. Las señoras amanecidas transitan lentas, tranquilas, con conocimiento de dios en las pupilas. Hay días que pasan, habitan espaldas, infancias rotas, nombradas. El barrio cuadrante de lo que vemos, pensamos, caminamos para divertir al día, o al pavimento color aserrín de las puertas. Aquí se escribe en rojo y en público. Decir que esta pareja le apuesta al buen tiempo y ver al tiempo en los rieles. Decir que no dormitan los negocios ni el alambre, que se asoman sus dueños, sus padres y los hijos de los hijos. La tarde no piensa su incendio, espera el café, la iluminación mecánica, deja que los zapatos corran con su propia suerte. La noche cae entera, y hay un color encendido que no nos deja percibir dónde comienza y dónde termina la penumbra.


Silvia Piranesi

www.escargotina.blogspot.com

1.6.09

El último lienzo

En su cerebro las ideas se precipitaban efervescentes y la perspectiva de traducirlas en trazos y volúmenes coloridos lo excitaba fuertemente. Desde hacía mucho tiempo no sentía palpitar con tal intensidad esa energía creativa que lo había convertido en uno de los pintores más cotizados de la región. Sin duda, ese era un buen día, las musas le sonreían y nada lo predisponía a la muerte y mucho menos a la macabra ironía a la que ésta daría lugar.

Sin perder más tiempo, saltó de la cama propulsado por un movimiento atlético en desfase con su edad, orinó en el lavabo (enojosa costumbre que le había costado un matrimonio), se puso un viejo jeans manchado de pintura y fue a la cocina a recalentar el café del día anterior. Luego colocó una rebanada de pan con mantequilla en la tostadora y miró la hora. Eran las 7:30. Un minuto más tarde el aparato expulsó un rectángulo crujiente en medio de una nubecilla de humo y el café comenzaba a hervir en la olla. Lo reenfrió ligeramente mezclándolo con un poco de leche y se lo bebió casi de un sorbo. Después tomó la tostada con sus dedos callosos y salió por la puerta trasera. Ésta daba a un gran patio en cuyo fondo, disimulado entre los árboles, él había hecho construir en madera un hermoso taller de artista. Mordisqueando el pan caminó descalzo sobre la hierba aún perlada por el rocío matinal y se detuvo unos segundos a contemplar el sol ondular entre las ramas de un enorme higuerón y a escuchar la cacofonía del canto de las aves y las chicharras. Era un día de verano más.

Entró al taller dejando una leve huella de humedad sobre las baldosas de tierra cocida. Casi inmediatamente percibió el olor de la terebentina que servía para diluir la pasta de óleo y buscó con la mirada el paquete de cigarrillos que había dejado ahí la víspera. Reclinadas a los muros se acumulaban algunas de sus obras más recientes, todas abstractas y sin firma. Sobre la mesa de trabajo había bocales repletos de finos pinceles de mirto de diversas tallas, espátulas, rasquetas y una paleta manchada con pigmentos resecos. Debajo de ésta encontró los cigarrillos. Encendió uno y luego puso en marcha una vieja radiograbadora abigarrada de trazas de pintura. Al instante un solo de violín resonó en el lugar con acentos tristes y misteriosos. Por unos segundos pensó en sintonizar algún noticiero, pero finalmente se decidió por la música aumentando su volumen.

Con el cigarrillo colgando de sus labios rebuscó en un rincón del taller y regresó con un lienzo de gran formato que colocó sobre el caballete abierto en mitad de la pieza. De la mesa de trabajo tomó una botella de vidrio y vació un hilo de terebentina dentro de un pequeño recipiente que fijó a la paleta por medio de una prensa especial. Luego escogió varios pinceles y los guardó en su mano. Esos gestos los había repetido cientos de veces pero hoy su corazón latía agitado, como si fuese la primera vez. Al sentarse frente a la tela vacía, no pudo contener una lágrima que le empañó la mirada sin saber por qué. Fue entonces que cerró los párpados, inhaló una gran bocanada de humo y se concentró en la melodía. Poco a poco comenzó a visualizarla, a traducirla en formas y ritmos coloridos que giraban con intensidad y armonía como en un calidoscopio. Justo cuando se disponía a abrir sus ojos para atacar la tela, oyó a sus espaldas una voz rugosa que dijo: “no nos gusta lo que pintás maricón” y amarrada a la última palabra, como formando parte de esa terrible frase, una detonación seca.

La trayectoria de la bala fue tal que le entró por detrás del cráneo, le salió por un ojo, atravesó el lienzo y se perdió en el fondo del taller. En su caída, el cuerpo del artista arrastró la mesa de trabajo y con ella los recipientes de cristal, que se reventaron contra el piso provocando un estruendo hiriente. La terebentina se inflamó instantáneamente al entrar en contacto con el cigarrillo que saltó de su boca crispada por el dolor y la incomprensión. Las llamas se propagaron con rapidez y el taller ardió como una inmensa hoguera, donde el crepitar de las maderas se confundió por un rato con las armonías melancólicas del violín.


Cuando llegaron los bomberos todo era cenizas. Todo salvo la tela que estaba sobre el caballete. Milagrosamente ésta se conservó, aunque algo chamuscada, con su hoyo de bala y sus proyecciones de sangre mezclada con sesos. La policía la recuperó y la depositó en las bodegas de la brigada criminal a la espera de una investigación. Pero el día en que un inspector quiso estudiarla no la encontró. Nunca supo cómo o quién la había sustraído, ni tampoco que había sido vendida a un macabro coleccionista… A precio insuperable.

Paris, 11-2-95

Eugenio Garcia © 2009