Me gustaría presentarles a mi madre: mami para mí, o Pibe como le decía mi recordado padre. En realidad se llama Etelgive, extraño nombre que también da pie para que muchos la llamen Etel. Parece ser que Ethelgive (con h intercalada) fue el nombre de una santa hija del rey Alfredo de Inglaterra que fue abadesa de Saftesbury y que murió allá por el 896. Pero para algunos estudiosos, el origen y sentido más remotos de Ethelgive se hallan en un antiquísimo nombre alemán que significa “noble regalo”, donde Ethel indica nobleza. Así, el nombre de mi madre aludiría, por cualquier costado que se le mire, a ese maravilloso don: la nobleza.
Con sus 74 años a cuestas mami aún ejerce con pasión su profesión de fisioterapeuta, carrera que inició hace más de medio siglo tras haberla estudiado en México. Antes se había graduado de enfermera aquí en Costa Rica, habiendo hecho un esfuerzo monumental para salir de la extrema pobreza en la que había nacido. En su larguísima carrera ella ha curado de ciáticas, gibas y esguinces a miles de personas. Por sus milagrosas manos han pasado niños y ancianos, campesinos y presidentes, así como afamados artistas y deportistas. Desde los más tullidos por causa de algún grave accidente hasta los afectados de tortícolis por estirar demasiado el cuello. A todos los ha atendido con la misma entrega, sin hacer distinciones de ningún género.
No es de extrañar que el frecuentar a tanta gente le haya permitido conocer muchas historias y que su pasatiempo preferido sea contar cuentos. Sí, cuentos de todo tipo, siempre muy largos, detallados y a tal punto imbricados que con frecuencia no se sabe dónde empiezan y dónde terminan. Algunas narraciones son para dormir de pie como dicen los franceses y otras están llenas de suspenso y emoción, unas son tristes y otras hilarantes. Las hay también increíbles o extrañas, pero todas son verídicas. A menudo son aventuras de paralíticos, de lisiados, de mancos y moribundos, de hospitales y de curiosos males.
Su momento preferido para contarme anécdotas es durante las comidas o bien a la hora del café. A pesar de su prodigiosa memoria, mami a veces rebobina la cinta y se repite, aunque en otras ocasiones sorprende con alguna vieja novedad si me aceptan la expresión. Así fue en una reciente y lluviosa tarde de invierno, cuando, entre sorbos de café con leche, me contó la historia de Américo.
Corría el año de 1978 y mami trabajaba en el Hospital México. Ahí llegó cierto día un joven de unos 27 años llamado Américo Rodríguez (o tal vez Rodrigues, con ortografía portuguesa). Lo habían trasladado en ambulancia desde Liberia y venía gravemente herido. Tenía un hueco purulento que atravesaba de lado a lado su pantorrilla derecha y tal era la magnitud del daño que hasta le faltaban secciones de la tibia y del peroné. También sufría de otra herida en el brazo que lo obligaba a llevar un yeso. Pese a las atenciones médicas que se le brindaron durante semanas, la espantosa herida de la pierna no daba signos de mucha mejoría. En cambio, la herida del brazo sanaba con más rapidez, por lo que alguien recomendó que al menos se procediera a rehabilitarle aquel miembro. Mi madre, quien recorría varios pisos atendiendo pacientes, fue la designada para esa tarea. Al llegar a la habitación de Américo se encontró con un hombre sumamente galán, delgado y de ojos claros. Tenía el tipo europeo según su expresión y hablaba con un extraño e indefinible acento, pero lo hacía con dulzura y propiedad, demostrando ser una persona culta y gentil.
Con el paso de los días, Américo le fue revelando a mi madre algunos detalles de su vida por lo que supo que al parecer era hijo de un matrimonio formado por un francés, ejecutivo de Air France y una portuguesa, matrimonio que lamentablemente había terminado en divorcio años atrás. También se enteró de que Américo, aparte del español, manejaba cuatro lenguas más, entre ellas el ruso, idioma que utilizaba ocasionalmente para comunicarse con una doctora originaria de aquellas latitudes.
A pesar de sus modales suaves y refinados, propios de los salones aterciopelados de la vieja Europa, la herida de Américo había sido originada en la más nefasta y violenta de las circunstancias: en la guerra. Y es que era la época cuando en Nicaragua los sandinistas combatían a Somoza y los aviones del dictador respondían con napalm. Tiempos aciagos y heroicos en que el pueblo nicaragüense, ayudado por muchos internacionalistas, se había alzado en armas contra el sátrapa. Fue en el frente sur (cerca de la frontera con nuestro país) donde, según Américo, una granada propulsada le había traspasado la pierna. Dichosamente el explosivo no había estallado en ese momento, sino a varios metros, los suficientes como para que apenas unas pocas esquirlas hirieran su brazo.
Américo no sabía muy bien cómo lo habían sacado de Nicaragua y llevado hasta Liberia, el caso era que de ahí había pasado a manos de mi madre y ella lo atendía con ciencia y paciencia. En realidad, por aquellos años, esa situación se repitió con cierta frecuencia y no era raro que heridos de uno y otro bando llegaran a los hospitales de San José siguiendo la misma ruta que el joven europeo. Así por ejemplo, a mi madre también le tocó ocuparse del temible Capitán Diablo, estratega de Somoza con treinta especialidades militares y graduado nada menos que de West Point, según él mismo afirmaba. Este hombre había entrado al hospital con un balazo en la nalga el cual le había tocado el nervio ciático y le provocaba terribles dolores, peores que los chuzazos de un tridente.
Con el tiempo se fue tejiendo alrededor de Américo un aura de misterio y fascinación. Se especulaba mucho sobre su rango y papel en la guerra contra Somoza, máxime que a menudo recibía solapadas visitas de gentes con las que conversaba largamente en voz baja y asumiendo un aire de gravedad. Esa circunstancia, unida a la figura y carisma de Américo, terminó por despertar en el hospital la curiosidad y admiración de algunas damas. Una de ellas, seguramente esgrimiendo propósitos muy altruistas, llegó un día a hacerle una visita furtiva. Pasados unos minutos se oyeron en el cuarto del paciente unos gritos. Era él llamando a grandes voces a la enfermera de guardia y urgiéndola a venir cuanto antes. Cuando la enfermera, muy alarmada y temiendo alguna desgracia, entró corriendo a la habitación, se encontró con una despampanante mujer parada frente a la cama del joven. Se trataba de una de las trabajadoras sociales del hospital. “Por favor enfermera -dijo Américo- saque a esta mujer de aquí, que yo no quiero enredarme con mujeres casadas”. La trabajadora social, muy digna y sin que la enfermera tuviera tiempo de exigirle explicaciones, salió de la habitación. Pero justo al traspasar el umbral de la puerta se volvió y le dijo a Américo en tono comedido y dulce: “Puesto que guerra querés, guerra tendrás”. Hay declaratorias de amor que pueden sonar amenazantes y sin duda ésta era una, pero no salía de la boca de una Mata Hari somosista, sino del corazón de una mujer apasionada que olvidaba que este hombre venía precisamente de la guerra y que la convención de Ginebra exige un trato humanitario hacia los heridos en combate.
Como el chismorreo en los hospitales se propaga más velozmente que una epidemia, mi madre muy pronto se enteró de aquel incidente, pero ella, asumiendo una actitud reservada, nunca le preguntó ni le comentó nada al apuesto insurgente.
A los pocos días, apareció en el cuarto de Américo un doctorcito con gabacha blanca como la usan todos los doctorcitos: impecable y bien aplanchada. Venía a anunciarle al joven una importante noticia. Como casualmente mi madre se encontraba en ese momento estimulando su maltrecha musculatura, le tocó oír entonces lo que el galeno venía a informarle:
- “Papito, ¿sabe qué?...
- ¿Qué doctor?
- Fíjese que muy pronto va a salir de aquí”.
Al ver que Américo estallaba de júbilo el doctorcito añadió:
- Pero no se emocione tanto, que no es lo que usted está pensando.
- ¿No me está diciendo que me van a dar de alta?
- No precisamente, lo que pasa es que la trabajadora social que se ocupa de su caso rindió un informe donde lo califica a usted de... Sociópata... Así que ya casi se lo llevan al hospital psiquiátrico.
- ¿Quéee?
- Así como lo oye, la ambulancia del Chapuí está por llegar, viene a buscarlo.
- Pero si yo no estoy loco.
- Yo sé.
El primer misil del la trabajadora social, consecuencia de su referida “declaratoria de amor”, había sido lanzado y volaba con precisión quirúrgica hacia su blanco. Mi madre, que como sabemos estaba al tanto de lo ocurrido con ella (bueno, nunca se conocerán todos los detalles), se alarmó muchísimo y se golpeaba la frente buscando una solución para evitarle a Américo la camisa de fuerza. El doctorcito le dio una ayuda al explicarle que si ella podía conseguir un traslado a otro lugar, talvez él podría firmar su salida anticipada. Al instante mi madre se fue corriendo a campo traviesa por un potrero ubicado detrás del Hospital que colindaba con las instalaciones del Centro Nacional de Rehabilitación (CENARE). Iba en busca de la única persona que sabía tenía el poder y la disposición de ayudarla: El doctor Araya (que en paz descanse), amo, señor y gestor de aquel importante centro y quien era una especie de protector para ella, dado el respeto que se inspiraban mutuamente. Al contarle lo que estaba pasando con Américo, el valiente patriarca se indignó como es natural en un noble carácter y declaró que era un relajo que se llegara a tales extremos en el hospital. Enseguida tomó un bolígrafo y firmó la autorización de admisión del paciente a su unidad. Además, la coronó con la orden de que apenas llegara le fuera asignada, en prioridad, una cama. Mi madre regresó volando a donde estaba el doctorcito quien a su vez suscribió la salida y traslado del joven combatiente tal y como le había dicho. Con discreción y rapidez se le preparó una ambulancia que sólo tuvo que consumir unas pocas gotas de gasolina para rodear los terrenos del complejo hospitalario y llevar a Américo a su nuevo destino. Fue así como el muchacho pudo escapar, por un pelo y por un chisme, al destino que la sociedad y sus trabajadoras sociales enamoradizas reservan a quienes califican como sociópatas y locos. Mi madre, para no llamar mucho la atención, en vez de acompañar a Américo en la ambulancia, se fue caminando hasta el Centro de Rehabilitación. Allá tenían al guerrillero sentado en una camilla arrimada a los amplios ventanales de una sala que daba al jardín. Al verla, el joven se desbordó en agradecimientos y declaró que, en vista de que ella se había portado tan maternalmente con él, a partir de ese momento la iba a llamar mamá. Entonces yo, de rebote y por decreto revolucionario, me gané en ese acto un improbable hermano.
Acababa mi madre de despedirse de Américo y de circunvalar el jardín cuando se encontró con la señorita M, una colega y buena amiga de temperamento jovial y coqueto. M era además la madre de un niño de unos 7 años, que llamaremos Luisito. Mami le contó que acababa de dejar en el Centro a un muchacho muy especial y galán. Ante la mirada curiosa de M, mi madre le señaló a lo lejos su figura, que se veía como la de un triste Quijote tras el ventanal y le preguntó:
- ¿Ves a aquel muchacho sentado en una camilla?
- ¿Aquel flacucho que fuma?
- Sí.
- ¿Qué pasa con él?
- Bueno, vieras que muchacho tan interesante. Ojalá te toque rehabilitarlo.
- A no, a mí que me pongan otro... ese está muy esquelético.
M dio media vuelta y se fue sonriente. Mi madre se encogió de hombros y siguió su camino. Sin embargo, a los días se volvió a topar con M quien al verla se le acercó efusiva:
- “Etel, no sabes lo que pasó”.
- No ¿Qué fue?
- Fijate que el otro día me tocó ir a hidroterapia y vi de cerca al muchacho que me mostraste el otro día, lo tenían en la piscina... Está guapísimo.
- ¿Y no que era un flacucho?
- ¡Qué va! Vieras como me miró... Casi me derrito... Voy a ocuparme de él porque creo que esto fue amor a primera vista.
Dicho y hecho. La señorita M comenzó a ayudar a Américo y en poco tiempo su brazo se recuperó casi por completo. Sin duda, los sentimientos que experimentaban el uno hacia el otro coadyuvaban muchísimo y aceleraban lo que normalmente es un lento proceso de rehabilitación. En vista de ello, muy pronto le dieron el alta a Américo, pero bajo la condición de seguir frecuentando el CENARE para tratar su pierna, la cual aún no terminaba de sanar. Antes de partir, Américo le pidió a M su dirección y número de teléfono y ésta, halagada, accedió a dárselos. En lo sucesivo siempre fue Américo quien la visitó en su apartamento y cuando no podía la llamaba y conversaba largo tiempo con ella preguntándole por Luigi, tal como él llamaba a su hijo Luisito, con quien se había encariñado mucho.
Por razones de seguridad, Américo jamás dormía más de dos días seguidos en la misma casa. Y es que los meses habían pasado y los sandinistas habían ganado mucho terreno. Como consecuencia de ello, de este lado de la frontera los ánimos se habían caldeado. Américo y el grupo de partidarios que le brindaban apoyo tenían fuertes razones para temer por su integridad física. La aprehensión fue más fuerte el día que a Américo, estando en el CENARE, lo llegó a ver un ortopedista quien en vez de preocuparse por su salud le dijo entre dientes y con rabia contenida: “¡Qué te voy a curar yo cuando los estamos masacrando a todos! A mí no me interesa que mejorés carajo, lo que me interesa es que te murás”. Estaba claro que ese doctor era un abierto simpatizante de Somoza y bien podía tener contactos con sus nefastos secuaces en Costa Rica.
A pesar de que Américo recibía apoyo material de parte de sus camaradas, a veces no tenía ni para comprarse un paquete de cigarros. En tales circunstancias, mi madre cada vez que lo veía, le ponía 20 colones en el bolsillo de la camisa para “mantenerle el vicio”. Él le decía entonces: “Gracias mamá, es usted muy bondadosa”. Pero así como no tenía para los cigarros, menos tenía para comprarse ropa y el pobre vestía con unas horribles camisas aguadas y mal cortadas que los compas le habían regalado un día con muy buena voluntad. Tal era su desgraciado aspecto, que la señorita M se lamentó amargamente de no tener dinero suficiente que ofrecerle a Américo para que pudiera comprarse una ropita más bonita. Ver a su amiga tan impotente le partió el alma a mi madre y a la primera oportunidad puso en el bolsillo de Américo, ya no los 20 colones de rigor, sino un billetito de mil para que pudiera comprarse una mudada más digna de su novia. El joven se acongojó mucho y no quiso el dinero, pero ante la avasalladora insistencia de mi madre terminó por aceptarlo pronunciando su solemne “gracias mamá, es usted muy bondadosa”. Sin embargo, esa fue la última vez que mi madre vería a Américo. Al día siguiente no llegó a recibir tratamiento como era su costumbre, ni tampoco el subsiguiente. Por su parte, M no volvió a recibir su visita ni sus llamadas. Ambas mujeres comenzaron a preocuparse mucho por Américo ¿Lo habrían matado? ¿Lo habrían secuestrado? Con esas inquietantes preguntas en mente vivieron muchas semanas de zozobra. Hasta que un día se enteraron, por medio de un joven sandinista que trabajaba en la farmacia del hospital, que a Américo lo había llegado a buscar a la salida del CENARE un auto con vidrios oscuros y placa diplomática. Se trataba de un vehículo de la embajada rusa que lo había trasladado a Lomas de Ayarco, donde se encontraba la residencia del embajador. De ahí, Américo había sido sacado del país con rumbo a Panamá. Sin embargo, era difícil creer que los soviéticos lo habían llevado de compras a ese país. Evidentemente otro era el propósito.
Sabiendo al menos que Américo seguía con vida, mi madre y M pudieron respirar un poco más tranquilas. Aunque no lograron evitar la tristeza de no verlo y no tener noticias de él.
Entretanto llegó julio de 1979 y con él el triunfo de la revolución en Nicaragua. Managua era una fiesta y los muchachos sandinistas habían entrado en la capital armados de fusiles y machetes. Por todo lado se veían camiones cargados de combatientes, que afluían de los distintos frentes. Por doquier flameaba la bandera roji-negra y los tiros al aire de las metralletas celebraban la victoria. Ese día, según cuenta mi madre, el Capitán Diablo lloró amargamente en su habitación.
Luego llegaron los años ochenta y no se había vuelto a saber nada más de Américo. Hasta que cierto día la señorita M recibió una llamada:
- Mirá, soy yo, Américo.
- ¡Américo! Pero por Dios ¿Qué te habías hecho? ¿Dónde estás?
- Ahorita no puedo explicarte, es una historia muy larga. Pero cuéntame: ¿Cómo estás tú? ¿Cómo está Luigi? y ¿Cómo está mi mamá?
- Todos muy bien gracias.
- ¡Qué bueno! Me tranquiliza mucho saberlo. Mirá, de mí nada más te puedo decir que estoy en Nicaragua... Quiero que vengas cuanto antes... Quiero que traigas a mamá la próxima semana. Serán mis invitadas.
- Pero Américo ¿Cómo te desaparecés por años y de pronto llamás para pedirme una cosa así? Me parece difícil poder ir... Tengo muchísimo trabajo.
- No hay excusa que valga... Te vuelvo a llamar en una semana. Debes tenerlo todo arreglado.
La llamada fue muy breve. M estaba conmocionada y enseguida se comunicó con mi madre para anunciarle la noticia. Ella celebró muchísimo el acontecimiento pero le explicó a M que no podía aceptar la invitación de Américo porque acababa de volver de vacaciones y le era imposible tomar dos períodos tan seguidos. Además, durante ese tiempo había hecho un largo periplo por oriente y se había quedado prácticamente sin ahorros; aunque sí le alcanzaron para avanzarle a M los trescientos dólares que le eran necesarios para el viaje.
Al principio M estaba confusa, pero a la semana, cuando Américo la llamó como le había prometido, M tenía preparado el viaje. Su buena disposición tornó radiante la voz de Américo, aunque moderó sus emociones cuando M informó que mamá no podía ir.
- ¡Qué lástima!, me hubiera gustado mucho tenerla aquí conmigo. Pero ella está bien ¿verdad?
- Bueno sí, aunque hay un detalle.
- ¿Qué detalle?
- Resulta que un oftalmólogo le descubrió unos cuerpos extraños en el fondo de la retina, son unos crecimientos que semejan cristales de azúcar y que en poco tiempo la podrían conducir a la ceguera.
- Esa es una muy mala noticia. No hay que dejar que eso suceda, hay que tratarla inmediatamente. Dile que se venga contigo y yo la mando a Rusia con todos los gastos pagados.
Mi madre escuchó conmovida la propuesta que Américo le hacía llegar a través de M, pero aún así no podía aceptar. ¿Qué pasaría con su trabajo? ¿Con su familia? Imposible ir. Por su parte, M tomó al día siguiente un avión que la llevó directamente a Managua. Allá la estaba esperando un jeep con oficiales armados, el cual iba escoltado por otro vehículo. La comitiva recorrió a toda prisa la tórrida capital nicaragüense y pronto comenzó a subir por sus colinas, hasta llegar a una mansión rodeada con amplios jardines y provista de una hermosa piscina. Ahí vivía Américo. Al bajar del carro y verlo M enmudeció: Iba vestido con un traje de fatiga, se había dejado crecer la barba y una boina negra cubría su cabeza. A su paso, los soldados se cuadraban y le dirigían un estricto saludo militar. M deseó en ese instante que el tiempo retrocediera y pudiera ver a Américo como lo había visto las últimas veces: Vistiendo aquellas horribles camisas que le habían regalado sus camaradas, pero que al menos tenían la virtud de darle un aire más amigable y familiar que el sombrío verde olivo que ahora usaba. Pasada la primera impresión, M reaccionó y finalmente ambos se fundieron en un estrecho abrazo.
Llegado el tiempo de la plática reposada, Américo le hizo un recuento de lo sucedido desde la última vez que se habían visto. En realidad no era mucho. Estando en Panamá había podido sobrevivir gracias a los mil colones que le había regalado mami. De ahí había sido llevado a Cuba, donde los médicos dictaminaron que lo mejor sería trasladarlo a Alemania Oriental para practicarle un injerto óseo, ya que su pierna seguía delicada. Ese país gozaba de un alto nivel en medicina y tras algunos meses de convalecencia Américo pudo recobrarse completamente. Al terminar ese período estuvo listo para regresar de nuevo a Nicaragua y cumplir su misión con la Revolución Sandinista.
Tras el recuento Américo le expuso a M sus planes, los cuales eran sumamente serios: Deseaba casarse con ella y llevársela a vivir a Nicaragua. También quería encargarse de la educación de Luigi.
Esa noche M no durmió por lo mucho que lloró. Se sentía tan contrariada. Aquel hombre que le pedía matrimonio era y no era el Américo del que ella se había enamorado. ¿Quién era en verdad este militarote que la había puesto a dormir con dos soldaderas que hacían guardia delante de su puerta? Lo amaba, cierto, pero ella no podía vivir así. Su vida era mucho más simple y llana. ¿Cómo iba Luisito a crecer en ese contexto? No, era imposible. Ella no podía aceptar su propuesta de matrimonio.
Al día siguiente y con grandes ojeras causadas por el desvelo, M fue a visitar a Américo en la oficina que él tenía instalada en su misma casa. Iba decidida a rechazar su oferta y regresarse a Costa Rica. Cuando estaba por entrar, dudó de su fortaleza. ¿Finalmente aceptaría? Pensó de nuevo en Luisito y su futuro. No lo quería ver crecer en un ambiente militarizado. Sintió que le volvía su fuerza de voluntad y entró a la oficina.
La charla fue breve pero cordial. Aunque la decisión de M le causaba gran tristeza, Américo la entendió y respetó su voluntad. Por su parte M sintió que se descargaba de un enorme peso y espontáneamente se le ocurrió sacarle una foto a Américo con una cámara que traía en el bolso. No quería una foto posada, sino una que fuera muy natural y que constituyera un bonito recuerdo. Sin que el hombre se diera cuenta ella sacó su cámara, se llevó el visor al ojo, llamó la atención de Américo y cuando éste alzó su mirada, ella apretó el botón. Al instante, Américo se levantó como un resorte del escritorio y le pidió con autoridad que por favor le diera la cámara.
- Pero ¿Qué pasa? ¿Porqué?
- Tengo prohibido que me tomen fotos.
- Pero no tiene nada de malo.
- Saca el rollo de la cámara y me lo das... No es que las fotos sean malas, es sencillamente un asunto de seguridad.
- Pero es que esta es una foto para tu mamá... Ella me la pidió.
Américo pareció dudar unos instantes:
- ¿Ella te la pidió?
- Sí.
- Bueno, en ese caso puedes llevársela. Pero no me tomés ninguna otra.
M no dijo nada. En un momento en que Américo caminaba por el jardín, M alcanzó a tomarle una fotografía más sin que él se diera cuenta. Se desplazaba perfectamente. Nadie hubiera dicho que había sufrido una grave herida, que casi le arranca la pierna y de la cuál tanto le costó recuperarse.
Los adioses fueron rápidos. Américo asumió todos los gastos y al llegar de nuevo a Costa Rica, M le devolvió a mi madre el dinero que tan generosamente le había prestado.
- Cuando le tomé esas fotos y él reaccionó como reaccionó, supe que no me había equivocado rechazando su propuesta matrimonial.
- Ojalá así sea.
- Es que en realidad no sé quien es Américo. Seguramente sospechás que ese no es su verdadero nombre. Él me contó que se lo había cambiado muchas veces, pero jamás me dijo cuál era el verdadero.
M había enviado a revelar el rollo y las dos fotos que le había tomado a Américo habían salido bien. La primera se la entregó a mi madre tal y como le había dicho a él y la segunda se la dejó ella. Sin embargo, no era cierto que mi mamá le hubiera pedido esa imagen, aunque ciertamente la recibió con gratitud porque apreciaba mucho al joven. Como ella es un tanto desordenada, por muchísimo tiempo el retrato anduvo dando tumbos entre sus papeles. Incluso alguna vez lo perdió de forma que ella creyó definitiva, y luego lo volvió a encontrar.
Veintisiete años después de los acontecimientos aquí narrados, al terminar de oír la historia de boca de mi madre, le pregunté:
- ¿Tenés la foto por ahí?
- Sí claro.
Ella se levantó con sorprendente agilidad y fue a su gabinete. Pensé que era una gran dicha que nunca hubiera perdido la vista tal y como le habían pronosticado los médicos. A los pocos minutos apareció con el retrato y me lo entregó.
Me coloqué las gafas y lo examiné detenidamente. La foto había perdido su color original y sus tonos se habían vuelto pastel. En ella aparece un hombre joven en traje de fatiga color verde olivo. Su camisa es de manga larga pero no la lleva arremangada. El hombre mira con cierto aire de sorpresa hacia el objetivo. Sus ojos, tal y como había contado mi madre, son claros, posiblemente verdes y de aspecto “dormido”, según se le llama a ese tipo de ojos que caen hacia los costados. Su rostro es alargado. Lleva además una espesa barba negra y una boina del mismo color. Pero no la usa de lado como suelen hacerlo los militares, sino recta, lo que le da un cierto aire naif o divertido al personaje. Me llama la atención el gesto de la boca que parece decir “Hey ¿Qué estás haciendo?” Además, el hombre está con los brazos cruzados delante de sí y tiene apoyados los codos sobre el escritorio, lo que lo obliga a curvarse ligeramente en una actitud despreocupada que acentúa el detalle de la boina. Parecería casi un adolescente en su pupitre de colegio. Sobre la mesa de madera, muy sencilla, se distinguen un libro, un cenicero con una colilla de cigarro, un tajador y algunos papeles sin orden visible. También parece haber un estuche de anteojos (no lo afirmaría con certeza) y una regla. Al fondo, hacia el costado derecho, se ve el extremo de una ventana de forma hemisférica, muy al estilo de las que se pusieron de moda allá por los años cincuenta. Las paredes lucen totalmente desnudas y están pintadas de blanco. El conjunto provoca una impresión de gran austeridad.
- Como ves era muy galán -dice mi madre-.
- Sí, ¿Y nunca más se supo de él?
- Bueno, muchos años después supimos que se había casado con la hija de un somocista.
- Mirá vos ¡Qué irónico!
- Pobre M, creo que sufrió mucho con esa historia. En el fondo le tenía miedo a aquel hombre que nunca le había revelado su nombre y que sin embargo le había contado que pertenecía a las brigadas rojas.
Yo, que seguía viendo la foto con interés, levanté inmediatamente la mirada y fijé a mi madre sobre las gafas. Parecía pensativa mientras observaba la lluvia caer en el jardín:
- ¿Qué estás diciendo? ¿A las Brigadas Rojas?
- Sí.
- ¿Pero vos sabes lo que eran... O son las Brigadas Rojas?
- Unos guerrilleros.
- Bueno, eran algo más que simples guerrilleros.
En efecto, las Brigadas Rojas era un grupo subversivo nacido en Italia en los años setenta, que pretendía desestabilizar al estado italiano a través de diversas acciones violentas. En esa década, y en la siguiente, se distinguieron por una serie de atentados y aún recientemente se han atribuido la responsabilidad de algunos asesinatos políticos, como el de Massimo D’Antona en 1999, o el del asesor del Ministro de Trabajo italiano Marco Biagi, en el 2002. Pero su acción más espectacular, fue el secuestro y posterior asesinato del ex primer ministro italiano y presidente del partido democratacristiano, Aldo Moro, en 1978. En pocas palabras, “Le Brigate Rosse” practicaban con maestría algo que está muy de moda: El terrorismo.
Pero si Américo era un brigadista ¿Habría que concluir forzosamente que también era un terrorista? ¿Tendría entonces razón la trabajadora social cuando había calificado a Américo de sociópata? El silogismo no era tan fácil.
Queriendo responder a estas preguntas e intrigado por saber qué habría sucedido con Américo desde entonces, por la noche me dediqué a hurgar entre los muchos documentos que sobre los brigadistas se encuentran en Internet. En realidad no encontré nada concreto sobre Américo, pero sí un par de casos sorprendentes que eventualmente podrían tener una estrecha relación con el suyo.
El primero es el de un tal Leonardo Bertulazzi, alias Lino o Stefano, arrestado en Argentina en el 2002 a petición del gobierno italiano. Este hombre de 51 años había sido juzgado en ausencia y condenado en Italia a 27 años de cárcel por varios delitos cometidos en los años setenta y relacionados con sus supuestas actividades como encargado de logística de las Brigadas Rojas: Asociación ilícita, banda armada, falsificación de documentos, secuestro de personas (concretamente del industrial Pietro Costa) y actividades subversivas. Seis meses antes de su arresto, Bertulazzi había llegado a Argentina tras haber hecho un largo recorrido en moto por Latinoamérica en compañía de su esposa alemana, trayecto que habían iniciado en El Salvador. A pesar de no contar con su registro de entrada a esta última nación, la policía dio por descontado que Bertulazzi había vivido ahí durante diez años usando una identidad parcialmente falsa, puesto que en su pasaporte figuraba su apellido, pero asociado al nombre de un hermano suyo ya fallecido.
En tierras salvadoreñas, Bertulazzi se había ganado la vida trabajando como diseñador gráfico para una ONG llamada Pro Vida y dedicada a obras en el campo de la salud comunitaria, mientras que su esposa ejercía su profesión de médico para esa misma organización. Las informaciones disponibles no explican dónde residió la pareja antes de 1992, pero llama la atención que el supuesto año de su instalación en el Salvador, coincida con la puesta en práctica de los acuerdos de Paz en ese país, pero sobre todo con la derrota electoral del Frente Sandinista en Nicaragua, tan solo un año y medio antes. Una requisa policíaca en el apartamento de la madre de Bertulazzi en Italia, había dado como resultado el hallazgo de unos pines y una papelería del Frente Farabundo Martí (ideológicamente emparentado con el Frente Sandinista), lo que dio pié a que se ligara a las Brigadas Rojas con esa organización a través de Bertulazzi y de la ONG Pro Vida. Respondiendo a esa acusación, una diputada del Frente Farabundo Martí había dicho a la prensa que el hallazgo no probaba nada, ya que pines y papelería de su partido circulan abundantemente por el mundo…
Luego del arresto de Bertulazzi también circuló por el mundo una petición clamando por su liberación, la cual fue firmada por más de cien personalidades encabezadas por el célebre lingüista norteamericano Noam Chomski. Sin embargo, seguramente no fue ese documento el que pesó para que se excarcelara al brigadista al cabo de ocho meses, ni tampoco los alegatos de que él y su esposa habían hecho múltiples obras de caridad a su paso por Latinoamérica (lo cual nadie desmiente), ni que se diga que en Italia nunca se le persiguió por crímenes de sangre, sino el hecho de que según la legislación argentina, la extradición no procede cuando el país solicitante, en este caso Italia, ha realizado previamente un juicio y condenado en ausencia al sujeto que se quiere extraditar. Se aplicó, en definitiva, lo que en 1993 ya se había aplicado al caso de Augusto Cauchi, un neofascista italiano también refugiado en Argentina y vinculado al mortífero atentado a la estación ferroviaria de Bolonia, que en 1980 había dejado un saldo de 85 muertos. No obstante ese antecedente judicial, el gobierno italiano apeló de la decisión, y a Bertulazzi se le negó el derecho a salir de Argentina hasta que la Corte Suprema de Justicia no se pronunciara definitivamente, decisión sobre la cual no aparece, hasta hoy, noticia en la red.
Si Américo no era en realidad Américo sino un brigadista de nombre desconocido, entonces el hombre que mi madre había atendido no era franco-portugués, como decía serlo, sino italiano. El “Luigi” con el que trataba a Luisito lo indicaba claramente desde el principio. Tanta cercanía entre algunos rasgos de la vida de Bertulazzi con lo que sabía de Américo (edad, nacionalidad, militancia, relación con Alemania -a través de una esposa y una convalecencia respectivamente-) me llevaban a figurarme que ambos hombres no eran más que el mismo. Al ver las fotos de la captura de Bertulazzi que aparecen en Internet, encontré un gran parecido entre su físico y el de Américo en el retrato que me había mostrado mi madre: el mismo rostro alargado, la misma barba, los mismos ojos “dormidos”. Sin embargo, no podría decir con toda certeza que se trate del mismo hombre. Uno es un jovenzuelo con boina y el otro un hombre maduro con canas y anteojos. La página que el sitio Web de la Policía Italiana dedica a Bertulazzi me deja aún más perplejo por la nueva coincidencia que añade a las anteriores: Ahí se especifica que en el año 1977, es decir, unos meses antes de que mi madre tratara a Américo, Bertulazzi había sufrido graves heridas cuando un artefacto explosivo que estaba preparando le había reventado en las narices.
¿Dónde estaría este hombre antes del 92? Según Roberto Sandalo, ex integrante “arrepentido” de “Prima Linea” (otra organización radical italiana), quien vive hoy en Kenia huyendo de las posibles venganzas de sus excompañeros, en Nicaragua al menos 5 brigadistas fungieron como suboficiales del ejército sandinista. La historia de Américo demuestra que en al menos un caso ésto es cierto. Aunque la tesis resulte hipotética, es factible imaginar que Bertulazzi haya también vivido en Nicaragua hasta 1992, de donde habría pasado por tierra a El Salvador evadiendo los puestos de control fronterizos, lo que explicaría que las autoridades de migración salvadoreñas no hayan registrado su ingreso. Si bien la identificación de Américo con Bertulazzi no es posible con base en lo expuesto, tampoco es descartable a priori.
Pero como decía más atrás, el caso de Bertulazzi no es el único caso sorprendente que encontré, porque también está el de otro importante brigadista refugiado en Nicaragua: Se trata de Alessio Casimirri, igualmente de 51 años. Este hombre quien aún hoy en día vive en Managua y es dueño de un restaurante de especialidades marítimas llamado “La Cueva del Buzo” es, según la justicia italiana, el único integrante del comando de 16 personas que secuestró y asesinó a Aldo Moro y a sus guardaespaldas que nunca fue capturado. A Casimirri, al igual que a Bertulazzi, se le juzgó y condenó en ausencia con base únicamente en el volátil testimonio de un “arrepentido”. Sin embargo, la pena de Casimirri es aún más pesada que la de Bertulazzi: Cadena perpetua. Todas las gestiones que el gobierno italiano ha hecho hasta ahora para extraditar a Casimirri y obligarlo a cumplir su condena han resultado infructuosas. Y lo han sido porque, en el año 2004, la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua denegó esa posibilidad en razón de que no se puede extraditar a nacionales, situación que se explica porque Casimirri se convirtió en ciudadano nicaragüense tras haber contraído matrimonio con Raquel García Jarquín, con quien ha procreado tres hijos.
Para tratar de variar el parecer de la corte, los italianos han divulgado la versión de que Casimirri habría entrado en Nicaragua con documentación falsa y usando una identidad ficticia, tras lo cual habría recibido la protección de los sandinistas. Pero Casimirri ha contradicho esa versión, sosteniendo que él entró legalmente, y bajo su propio nombre, en un vuelo de Aeroflot vía París-Moscú en el año 83.
En una entrevista concedida a Joaquín Torres, periodista del Nuevo Diario de Nicaragua, Casimirri ha contado algunos detalles interesantes de su vida: Hijo de Luciano Casimirri, un destacado soldado italiano que luchó contra los nazis en el frente griego y cuya historia quedara plasmada en “La Mandolina del Capitán Corelli” (una película protagonizada por Nicolas Cage y Penélope Cruz), Alessio creció dentro de los muros del Vaticano, ya que su padre de soldado pasó a ser el portavoz de la Santa Sede durante treinta años (del 47 al 77), trabajando al lado de Tommaso Casimirri (el padre de Luciano y abuelo de Alessio), quien fuera Secretario del Estado Vaticano por cincuenta años (hasta el 57). Así que el futuro brigadista, siendo niño, fue regañado por el mismísimo Papa Juan XXIII cuando hacía demasiado ruido al jugar en los jardines pontificios. Quizás fue esa una buena razón que más tarde lo llevó a convertirse en rebelde, pero no sin antes haber hecho la primera comunión nada menos que con Paulo VI, momento que Alessio Casimirri recuerda con frescura, porque según le prueba al periodista Torres, aún conserva una foto de la audiencia privada que el Papa concedió a su familia aquel día.
En otra foto, esta vez más reciente, se ve a Casimirri sosteniendo los huesos de una mandíbula de tiburón con un aire de satisfacción. Es un hombre corpulento, atlético. Trato de imaginarme a Américo a través de su figura, pero las correspondencias no son tan fáciles como en el caso de Bertulazzi. Sin embargo, tampoco se puede decir que los dos hombres no sean el mismo. Si al igual que Casimirri, Américo se hubiera dedicado desde los años 80 al buceo profesional y a comer mariscos, tal vez habría desarrollado una corpulencia y una caja toráxica similar a la suya.
Casimirri, en sus declaraciones a la prensa, ha alegado fervientemente ser inocente de los hechos que se le imputan (tanto en lo tocante al secuestro y asesinato de Moro como al hecho de haber usado una falsa identidad para ingresar a Nicaragua), y sólo acepta haber militado en las Brigadas Rojas hasta el momento del caso Moro, acción que no compartió y que lo alejó definitivamente de la organización. Pero, para justificar su anterior militancia, utiliza una analogía un poco falaz, al decir que para un italiano de aquellos años pertenecer a las Brigadas Rojas era como para un nica participar en el frente sandinista; comparación que pasa por alto que los brigadistas eran solo unas pocas centenas de individuos tratando de desestabilizar un régimen democrático, mientras que los sandinistas eran miles de hombres, mujeres y hasta niños luchando contra un tirano de la peor calaña, quienes, además, eran respaldados masivamente por su pueblo y por la comunidad internacional.
Pero lo que me resulta más interesante en las declaraciones de Casimirri, es que asegura que el propio día del secuestro de Moro, el 16 de marzo del 78, él se encontraba convaleciente en un centro de educación física y rehabilitación, aunque no dice dónde. ¡Inmensa casualidad con el caso de Américo! Si él y Casimirri no fueran más que la misma persona, entonces mi madre podría ser una testigo clave para exculpar a Casimirri de los severos cargos que se le atribuyen. Suponiendo un instante que ambos hombres sean el mismo ¿Porqué entonces Casimirri no cuenta dónde estuvo convaleciente? Mi única explicación es que decir eso pondría por los suelos su versión de que entró legalmente en Nicaragua en el año 83, lo que constituiría un serio argumento para que la Corte Suprema de Justicia del vecino país revise el caso y, probablemente, dé marcha atrás en su decisión, sin que por otro lado Casimirri tenga a mano una sólida garantía de que la justicia italiana va a reconsiderar su expediente. Especialmente ahora que la sentencia condenatoria se encuentra firme.
Posiblemente nunca sabré si Américo era en realidad Bertulazzi, Casimirri u otro personaje, lo cierto es que su historia, que en algún momento se cruzó con la de mi madre, me resultó sumamente atractiva desde el momento en que ella me la narró, porque encarnaba en un destino individual algunas de las más grandes encrucijadas por las que atravesaba la humanidad en aquellos años, en especial la guerra fría y el idealismo revolucionario. Todo eso se desvaneció con el tiempo y quedó simplemente la historia (en todos los sentidos de la palabra) de una mujer noble que atendía por igual a unos u otros, sin importar su condición, sin considerar a qué bando pertenecían. Reflexionar al respecto, darme cuenta de la fragilidad de los contextos en que se desenvuelven los hombres y de la precariedad de sus ilusiones me llevó, aquella misma noche, a esbozar un texto que comenzaba con estas palabras: “Me gustaría presentarles a mi madre... ”.
Bogotá, 21 de agosto del 2005
PS. Hay casualidades que lo dejan a uno pensando si son tales, situaciones en la vida que caen de perlas sin que se sepa por qué. Yo comencé a escribir la anterior crónica en Costa Rica y la terminé en Colombia a donde había sido invitado, junto con mi compañera Inés, a una boda. De regreso a San José, el avión en el que viajábamos no pudo aterrizar el aeropuerto Juan Santamaría por causa del mal tiempo y fue desviado a Nicaragua. Como Inés tenía un negocio pendiente en ese país, decidimos aprovechar y quedarnos un par de días en Managua para concluirlo. Al bajarme del avión ni me pasó por la mente la historia de Américo, pero al llamar a mi madre para decirle que me quedaba allá, ella me preguntó si iba ir a La Cueva del Buzo, el restaurante de Alessio Casimirri, hombre del que yo ya le había hablado. Sin pensarlo dos veces le dije que sí, que era una excelente idea y que con suerte averiguaría algo sobre Américo.
Al segundo día, después de indagar un poco dónde quedaba el restaurante, me presenté en el negocio en compañía de Inés. Yo llevaba en mente un plan muy definido de cómo abordaría a Casimirri para no crear en él excesiva reticencia ni desconfianza: En primer lugar, en ningún momento debía mencionarle a las Brigadas Rojas. Por respeto a su pasado tampoco le preguntaría directamente si era Américo. Más bien le explicaría lo que le había ocurrido a ese hombre y el papel que había jugado mi madre en su rehabilitación. También le diría lo mucho que ella lo apreciaba y recordaba. Si Casimirri era Américo, entonces se reconocería de inmediato en lo que yo iba a narrarle y quedaría en su esfera de voluntad confirmármelo si así lo deseaba. Pero si no lo era, entonces él debía entender que yo lo buscaba en tanto que italiano que tal vez, por casualidad, sepa algo de un compatriota.
Apenas entramos al restaurante reconocí a Casimirri quien se encontraba atendiendo a unos clientes. Era más bajito de lo que había imaginado viendo las fotos de la prensa y noté que llevaba con gallardía un espeso bigote negro. Esperé que terminara con sus clientes y me presenté siguiendo las pautas que me había fijado. Casimirri me escuchó con atención y cuando acabé me apartó un poco y me preguntó sobre el tipo de herida que había recibido Américo. Luego de responderle me dijo con humor, y con un fuerte acento italiano, que seguramente el Altzheimer estaba haciendo estragos en su memoria, porque no recordaba haber conocido a ningún coterráneo suyo llamado Américo, sin embargo sí pareció interesarse bastante en lo que yo le había expuesto y me dijo que podía tratar de investigar más al respecto. Yo le agradecí mucho su oferta y le dejé mis teléfonos por si averiguaba algo.
Inés y yo nos quedamos en el restaurante tomándonos una cerveza que ella acompañó con unos mariscos y yo con una ensalada caprese. Ambos eran buenos platillos. Mientras yo saboreaba el mío me dediqué a observar a Casimirri quien se desplazaba de mesa en mesa con aire paternal, atendiendo personalmente a sus clientes a pesar de contar con varias saloneras. No noté que renqueara, ni tampoco ningún tipo de cicatriz en su brazo; más bien se veía un tipo sumamente saludable. Pensé que si Casimirri era Américo, mi madre, la señorita M y los demás médicos y enfermeras que lo habían tratado, sin duda habían hecho un muy buen trabajo. En determinado momento, Casimirri se sentó en una mesa cercana a conversar animadamente con una familia de italianos. Me pareció que hablaban sobre literatura y también de política.
Finalmente Inés y yo pagamos lo consumido y nos dirigimos al parqueo. Casimirri salió en ese momento a despedirse de los italianos y, para mi gran sorpresa, también de mí. Y no lo hizo sin antes repetirme que iba a tratar de averiguar algo sobre Américo. Yo le agradecí de nuevo su gentileza y lo felicité por la calidad de su restaurante. Un cordial apretón de manos selló el encuentro.
Hasta la fecha, el teléfono en casa de mi madre no ha timbrado, pero podría ocurrir en cualquier momento. Al igual que sucede con las demás cosas de la vida, sólo el tiempo tiene la última palabra.
San José, 17 de septiembre de 2005
Eugenio Garcia © 2006